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599. Frases del egoismo humano



Permitidme —en lo que haya de egola­tría me acojo a vuestra benevolente dis­pensa— que dibuje una estampa por la cual se vea cómo me puse, por primera vez, en relación con las luchas sociales. Pertenecía yo en Oviedo a una familia de clase media que, por desventuras que no son del caso, se vio lanzada hasta la Bil­bao que por entonces empezaba a trans­formarse en gran urbe. Llegué a Bilbao en enero de 1891. Aún recuerdo —y lo he evocado antes de ahora— el dolor que me produjeron los arcos voltaicos de la luz eléctrica hasta entonces  desconocida para mí. Mis ojos enfermos repelían aque­lla intensísima luminosidad. La familia, con restos, que todavía no eran harapos, de sus vestimentas de clase media, fue a radicar al barrio más intensamente obre­ro de la villa. Alguna vez contaré lo que son las entrañas de un barrio obrero en una urbe industrial en formación. El 31 de mayo de 1891, cumplidos recientemen­te mis ocho años —recuerdo la jornada en todos sus detalles—, después de desfi­lar la cabalgata cascabelera del circo con la banda de música, los «clowns», los gim­nastas, las «ecuyéres» y, presidiendo el cortejo, el aeronauta, que era entonces ídolo de las multitudes, a poco de apagarse los ecos de la música jubilosa, esta­lló en el barrio la tragedia. Celebrábase en el Teatro Romea, después Casa del Pueblo, un mitin con motivo de un pe­queño paro de panaderos.Todavía Bilbao permanecía agitada por la gran huelga de 1890, huelga de mineros,la primera gran huelga en España, la huelga que re­solvió justicieramente con un bando el entonces capitán general de las Provincias Vascongadas, general Loma, marqués de Oria, suprimiendo militarmente los barra­cones y las cantinas obligatorios, zahúr­das miserables donde los obreros de las minas se veían forzados a albergarse, y su­cias cantinas donde se les sometía a una alimentación antihigiénica, pues hacia los Montes de Triano iban los garbanzos con gorgojo, el tocino agusanado y las alubias podridas. ¡Ah!, pero este es un detalle que formará parte de la urdimbre de mi oración. Aquella huelga de 1890 no había sido declarada contra la gran burguesía, contra el capitalismo. El capitalismo viz­caíno se contentaba con convertir en el oro de las libras esterlinas el hierro de las montañas de Vizcaya, logrando fabulosas ganancias. La huelga se hizo contra los capataces y contratistas que, amparados por los propietarios de las minas, concluían de esquilmar a los obreros. Os pido atención a este detalle, porque el «leitmotif» de mi disertación lo va a cons­tituir, si la palabra se acomoda al pensa­miento, al realce no para alabanzasino para reconocimiento de su indestructible existencia, del egoísmo humano, factor que no deberá ser olvidado en todas las aspiraciones sociales. La huelga fue con­tra obreros que explotaban a sus camaradas. Explotaciones, también inhuma­nas, en la urbe que crecía, y cuya pobla­ción aumentada con ritmo más acelerado que el de la construcción, corrían en aquel centro de miseria, a cargo de obreros que explotaban a otros obreros al subarren­darles  habitaciones, logrando cantidades superiores a las que pagaban al propieta­rio del inmueble. Entre mis oyentes hay un número considerable de trabajadores del campo, los cuales saben mejor que yo hasta dónde la usura, la insolidaridad, el afán inicuo de explotación prenden tam­bién en campesinos para estrujar a cama-radas mediante los subarriendos agríco­las. No es la burguesía —desechemos tan extraordinaria simpleza— el único obs­táculo al bienestar. El obstáculo conside­rable es el egoísmo humano, que anida en todos los pechos, incluso en el de los humildes, que dejan  de serlo cuando las circunstancias les hacen subir en la vida un peldaño más; en todos. Sobre la in­destructibilidad de ese sentimiento he de basarme yo para disertar ante vosotros. El mundo está compuesto de hombres, no de santos. Además, la mayor parte de los santos fueron antes pecadores, acogiéndose muchos al ascetismo, para ganar la  canonización, cuando se les derrumbaron las energías físicas, derrumbe que suele llevar consigo grandes desfallecimientos espirituales. Antes fueron hombres como los demás. por tanto, serán ilusos los propagandistas y dementes los gobernantes, que, al pretender la transformación de la sociedad, olviden que ésta se compone de hombres y que la mayoría de los hombres no saben arrancarse voluntariamente del pecho el egoísmo. 

Indalecio Prieto, Confesiones y rectificaciones 
Discurso en el Círculo Pablo Iglesias de México. 1 de mayo de 1942








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