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1101. Usos amorosos de la posguerra española. IV - La otra cara de la moneda

Frente al ideal de la mujer austera y recatada preconizado por la Sección Femenina de Falange, se desarrolló a lo largo de la década de los cuarenta otro tipo de chica soltera, igualmente deseosa de pescar marido y de características también muy «sui generis», aunque totalmente antagónicas
antagónicas: la «niña topolino».

Las primeras alusiones burlescas a la niña topolino, mimada, vacua y gastadora y a los nuevos giros lingüísticos que puso en circulación, aparecen en La Codorniz, semanario humorístico dirigido por Miguel Mihura y cuyo número inicial se publicó el 8 de mayo de 1941.

Adelantemos, ya que viene a cuento, que la aparición de La Codorniz subtitulada «la revista más audaz para el lector más inteligente» merece ser destacada como uno de los pocos acontecimientos culturales de cuño propio con la repercusión suficiente para empezar a demoler los tópicos que amenazaban con asfixiarnos y para ayudarnos a poner los dogmas oficiales en tela de juicio. Por la ventana de La Codorniz entró el aire saludable y desmitificador que poco a poco fue limpiando de telarañas trascendentales la mente de los jóvenes de posguerra. Aparentemente inocua e intranscendente, atacaba el engolamiento y la cursilería desde el único terreno que la censura podía considerar menos peligroso: el del humor ligero y un poco absurdo.

"El humor es un capricho, un lujo, una pluma de perdiz que se pone en el sombrero —declaró Miguel Mihura cuando fundó la revista, sin duda consciente de que tenía que hacerse el tonto para ser tenido por tal—. No se propone enseñar o corregir porque no es ésta su misión. El humor es verle la trampa a todo, darse cuenta de por donde cojean las cosas, comprender que todo tiene un revés... El humorismo es lo más limpio de Intenciones, el juego más inofensivo, lo mejor para pasar las tardes". (1)

No dijo, porque de haberlo dicho se le habría hecho trizas el invento, que era, sobre todo, el único juego de tipo intelectual que tal vez podía colar. Por eso coló, aunque entre escollos y reticencias, atreviéndose a hacerle competencia al fútbol y al parchís, aquel juego como de tontilocos, el único que, burla burlando y mediante sutiles distorsiones de la realidad, supuso un reconocimiento en letras de molde del absurdo. Lograr hacer comprender que todo tiene un revés, en una época como la del primer franquismo donde sólo se nos enseñaba la cara de la moneda a la que se había sacado brillo, no podía motejarse precisamente de juego inofensivo, sino más bien audaz, como rezaba su subtítulo. Y aquella audacia fue la clave de su popularidad. A los pocos meses de su aparición, La Codorniz había cosechado tantos adictos en un amplio sector de la juventud ansiosa de estímulos contra la modorra como detractores entre la gente que tenía a gala tomarse la vida en serio y hacerse respetar con un simple carraspeo. Era como un globito rojo que se le hubiera escapado de las manos a un niño en pleno desfile de la Victoria, y algunos lo miraban subir con recelo pensando que podría contener dinamita. A la generación de nuestros padres aquel humor disparatado de La Codorniz, que paulatinamente iba dejando su huella en el lenguaje y el criterio de los jóvenes, no solamente no le hacía gracia sino que le inquietaba. A veces incluso los sacaba de quicio, aunque no se rebajaran a confesarlo y se limitaran, en general, a un menosprecio de dientes para afuera. «Yo no entiendo cómo os podéis reír con esa paparrucha», solían comentar airados, apartando la revista de un manotazo, después de haberla hojeado. Y a la semana siguiente, cuando se la volvían a encontrar indefectiblemente encima de la camilla: «¿Pero es posible? ¿Ya habéis vuelto a comprar esa paparrucha?»

Y sin embargo, muchas cosas y muchas ideas tenidas por intocables estaban sometiendo a revisión aquella paparrucha. Uno de sus más apasionados defensores la definió como:

"... caso de reacción de hastío cultural perfectamente orientada hacia un fin concreto: la revisión y depuración de gran parte de nuestros valores intelectuales y costumbres tenidos por definitivamente valederos. Leer La Codorniz —añadía— se considera generalmente tanto delito contra el sentido común como el que hace unos años se imputaba a quienes tenían la osadía de defender el arte de Picasso o la música de Ravel". (2)

Pronto se vio efectivamente que aquella revista impresa en papel mediocre coloreado en tonos ocre y ladrillo, donde los monigotes de Herreros, Tono y Mihura ponían en solfa al nuevo rico, a las niñas casaderas y a las señoras gordas que van de visita, era, sobre todas las cosas, un fenómeno de vanguardia. Y, como consecuencia, polémico. Leer La Codorniz era lo más moderno que había y compartir aquella afición con otros jóvenes era como ir constituyendo un núcleo de modernidad, un albergue precario y provisional, pero muy placentero, desde el que nos atrevíamos a reírnos de tanta antigualla como nos querían a todas horas meter con cucharón. Era particularmente excitante comentar los textos de La Codorniz con una persona del sexo contrario, porque la complicidad de aquella risa demolía, entre otras cosas, las fórmulas y rodeos prescritos como riguroso preámbulo para llegar a una cierta intimidad con el chico que acababan de presentarte. La pregunta de «¿A ti te gusta La Codorniz?», una de las pocas que podía ser formulada a bocajarro por una chica sin detrimento alguno de la modestia, servía de globo sonda sobre la incógnita personalidad del muchacho que nos había sacado a bailar o había estrechado por primera vez nuestra mano. Y la respuesta, tanto si se prefería que fuera positiva como negativa, era esperada con una ansiedad casi clandestina. Daba mucho juego, ya lo creo, La Codorniz.

Daba mucho pie. Le ponía a uno en la órbita de la disensión con su humor desorbitado, que a lo que invitaba precisamente era a disentir.

En el seno de una sociedad progresivamente despolitizada por puro hastío y condenada a asentir, las polémicas sobre La Codorniz, que a veces alcanzaban un tono realmente virulento, servían de desagüe verbal al ardor de una juventud para la que estaba vedado otro tipo de discusiones más serias. Por fin podíamos quebrar el «silencio entusiasta» y entusiasmarnos en alta voz por algo que no nos concernía directamente, que había venido a convertirse en una sustitución de la «res pública».

Y desde las altas cumbres del monólogo oficial, se nos empezó a poner en guardia. Bajo aquel humor «que le veía la trampa a todo» se incubaba el veneno del nihilismo, uno de los istmos más temidos por el Régimen, aunque eran muchos:

"La Codorniz se sitúa, en su tesis pedagógica, no ya en el campo del más sombrío pesimismo, sino en el de un aterrador nihilismo, y la única esperanza de que puedan ser detenidos sus efectos destructores es la posibilidad de que la actual generación no la entienda, aunque la alabe". (3)

Pero el entendimiento del humor no era como el entendimiento de los dogmas se introducía mucho más inadvertidamente mucho más lentamente y sobre todo a través de canales menos localizables. Se escabullía, se quitaba todas las etiquetas que le quisieran colgar, se reía de ellas. Y en un momento como aquel de definiciones estrictas, donde lo blanco no podía ser más que blanco y lo negro más que negro, aquel duendecillo gaseoso que se desvanecía ágilmente por entre los barrotes de las definiciones y tenía su cuartel general en tierra de nadie constituía un guerrillero molesto y descarado.

"No es de nuestra incumbencia hacer un estudio detallado de La Codorniz ni de los forcejeos que tuvo que mantener con la censura". (4)

Pero lo cierto es que siguió viviendo mucho tiempo. Al cumplirse los quince años de su publicación, Lorenzo Gomis escribía:

"Todos los españoles que saben leer deberían hacer un par de veces al año su «cura de Codorniz». Mengua la leve o grave hinchazón de nuestros pensamientos..., conserva flexible y ágil la línea del espíritu... La vieja Codorniz hizo una labor educativa en materia de costumbres y lenguaje. El humor actúa sobre la mentalidad social. En el humor autocrítico de Herreros hay, no sólo gracia, sino también justicia". (5)

Precisamente por la revolución que supuso en materia de costumbres y lenguaje es por lo que resulta imprescindible la consulta de La Codorniz para el análisis de los usos amorosos de la época, y por lo que tendrán que salir en este trabajo muchas citas de aquella divertida revista, que nos enseñó, como su primer director pretendía, a entender que todas las cosas tienen su revés. Lo cual no quiere decir que a aquel revés no se le vieran también sus ridiculeces y sus fallos ni que se nos presentara como panacea. También, como el envés, tenía su trampa.

Para poner un ejemplo, y enlazar, de paso con el tema que ha dado lugar a estas consideraciones sobre el humor, la niña «topolino», primer espécimen femenino donde alentaban las ansias de la futura sociedad de consumo, era tan caricaturizada como su envés, la muchacha hacendosa y convencida de que la mejor fórmula para encontrar un novio era la de no desconocer una sola receta casera ni perder ocasión que le diera pie para lucir aquellas habilidades.

Parodiando este despliegue de sabiduría doméstica como forma de ataque inmediato frente a la posible víctima matrimonial, en el relato «Almuerzo de amor», se nos presenta a dos jóvenes, Abelardo y Julita, que se conocieron en una casa de Badajoz, invitados a una comida que la señora Suárez daba con motivo de su cumpleaños:

"Se quedaron charlando y en un momento dado, Julita observó que a Abelardo se le había caído una gota de aceite en la solapa. Entonces se levantó la gentil criatura, fue a la cocina y volvió con un tazón de agua hirviendo. Y, mojando una servilleta en el agua... le quitó la mancha. 

Después... le explicó que ella hacía una ternera estupenda, colocando la ternera en una cazuela con 50 grs. de mantequilla, que cuando la ternera estaba dorada le echaba un diente de ajo machado con una hoja de laurel y luego lo tapaba y lo dejaba cocer durante dos horas".

Poco a poco, y alentada por el encogimiento del joven, va tomando confianzas, le pide que le deje plancharle las rodilleras de los pantalones, le zurce un calcetín, le lava la cabeza porque le ve algo de caspa en la chaqueta, e invita a todas las visitas asistentes a la escena a que comprueben lo limpia que le ha quedado. La dueña de la casa parece haber quedado muy satisfecha del examen.

"A usted lo que le convenía era casarse con Julita —le dijo a Abelardo la señora Suárez—. Todos los invitados salieron discretamente del gabinete y los dejaron solos". (6)

Muy otros eran los métodos de la niña topolino, como tendremos ocasión de ver enseguida. Pero me parece que conviene, antes de presentarla, rastrear los orígenes de su denominación.

Asociada en principio a la marca de un coche pequeño y funcional de la casa FIAT, la palabra «topolino» (que significaba «ratoncito») sufrió en seguida un desplazamiento semántico y pasó a designar cierta innovación en el calzado femenino que hizo furor entre las chicas «ansiosas de snobismo». Los zapatos topolino, de suela enorme y en forma de cuña, a veces con puntera descubierta, fueron recibidos con reprobación y algo de escándalo por la mayoría de las madres, que los llamaban con gesto de asco «zapatos de coja», aludiendo a su aspecto, en verdad un tanto ortopédico. Aquella suspicacia ante la moda nueva, demasiado unánime y visceral como para ser pasada por alto, tenía en el fondo una razón de ser más profunda que las que se invocaban para el rechazo.

Aún antes de que los zapatos topolino hubieran propagado su denominación a las chicas que desafiaron el criterio tradicional poniéndolos de moda, ya se adivinaba el temor de que aquella pueril revolución del calzado se subiera de los pies a la cabeza, como efectivamente ocurrió. Y no porque se tratara del paso de un modo de calzarse a un modo de pensar, ya que la niña topolino, si se caracterizó por algo fue por tener la cabeza más bien a pájaros. Y como todo producto de una moda determinada era demasiado fácil de caricaturizar.

"...una de tantísimas Mari-Cuqui-Tere-Isa-Bobi-Bel, de esas car
gantes caricaturas vivas, tontas de siete suelas y pulgar libre, impermeable de celofán, faldita muslera, «rubios» de Camel y de papá, gafas de chófer 1985, aprendizas de animador, sin ánimo". (7)

La verdad es que hablaban sin ton ni son y que no animaban a nadie. Pero aquel mismo atolondramiento exhibido con desenfado podía considerarse —y era lo que más escamaba— como un conato de enfrentamiento con otros modelos de conducta regidos por la prudencia y la sensatez. Aquellas chicas de cabeza de chorlito «desentonaban» en una sociedad que exhortaba a las mujeres a mantenerse en un segundo plano, a no hacer avances, a no llamar la atención por nada. Ni en modas ni en modales. Adoptar atuendos chocantes, reírse a carcajadas, fumar o emplear una jerga similar a la de los chicos era de mal tono. El «buen tono», expresión empleadísima, abarcaba tanto el aspecto como la formación espiritual de las clases dirigentes. De la muchacha que se vestía con un traje clásico y los zapatos y guantes a juego, se decía con aprobación que iba «muy entonada».


Los zapatos topolino desentonaban. No sólo porque, al ser extravagantes y además caros, supusieran un doble atentado contra la discreción y contra el sentido del ahorro, sino porque su factura audaz e informal, un poco tipo Hollywood, insultaba el buen gusto que habían ostentado tradicionalmente las españolas para poner de relieve los primores de su pie pequeño y aristocrático, aprisionado en fundas de raso o tafilete. (8) Y en este sentido, no era difícil percibir en aquella polémica sobre el calzado de «pulgar libre» y sus usuarias un tufillo de cariz clasista, que guardaba bastante relación con la condena de todo estilo que oliera a plebeyo. Muchas de las chicas que merecieron el calificativo de «topolino» por llevar aquellos zapatos grandotes y exagerados no pertenecían a las buenas familias de toda la vida, eran de las que se creían marquesas en cuanto se montaban en un cochecito funcional:


"Si posees un cochecito de poco precio, guíalo tú misma. Y si el hijo de la portera se ofrece para ser tu chófer, no pretendas que te haga una reverencia ni que se quede con una mano en la empuñadura y la gorra en la otra. Para esas exhibiciones no basta un «topolino». Hace falta un Hispano-Suiza o un Rolls Royce. Si vas en el coche de un amigo y quieres dártelas de mujer acostumbrada a ir en coche, no digas «esta carrocería tiene una buena suspensión», o «este motor tiene una reprise rápida». Son expresiones que emplean ya todas las coristas y todas las acomodadoras". (9)



En el desdén por los modales sueltos y ostentosos de aquellas chicas que se las daban de modernas y no eran más que unas «snobs» había también una punta de alarma. La misma que provocaba el crecimiento irreversible de una burguesía aparecida de la noche a la mañana y que se abría paso a codazos entre la gente de apellido ilustre. Aquellos nuevos ricos avasalladores y sin escrúpulos, caricaturizados por Tono, Mihura y Herreros, estimulaban a sus hijas en el afán de «estar a la última», las vestían con los modelos más llamativos de Balenciaga y las presentaban en sociedad a bombo y platillo, sin reparar en gastos. En una palabra, estaban contribuyendo a crear, con su ejemplo, una generación de jóvenes para quienes el «buen tono» era un asunto mucho más deleznable que el dinero.

"El dinero, que tan importante papel desempeña en la juventud «topolino», cuya capacidad adquisitiva, en pugna encarnizada con nuestros tiempos difíciles se resiente lamentablemente ante las exigencias del bien vestir y del bien parecer". (10)


En el mismo artículo de donde ha sido tomada esta cita se da también el nombre de «swing» al movimiento anárquico que empieza a hacer estragos en la juventud española, cuyo atropello de la circunspección se achaca a la perniciosa influencia del cine americano, donde los protagonistas pueden con toda impunidad poner los pies sobre la mesa, cambiar de pareja o llevar gabardina en un día soleado. La ruptura con la formalidad era el distintivo, en efecto, de aquel «american way of life» tan atractivo como desaconsejado, y a este respecto es muy significativo que a las chicas de las que venimos hablando se las llamara con frecuencia, además de «topolino», «niñas swing», aludiendo a una nueva danza que, junto al bugui-bugui, se introdujo en la España de los cuarenta y que escandalizaba por la arritmia de sus cabriolas:


"¿Es que nosotros hemos de hacer cabriolas como cualquier payaso cervecero de los de «por allá»?...De cada cien piezas que toca el combinado orquestal, lo menos ochenta y cinco son bugui-bugui, «swing» y cosas de ésas llegadas del dinámico país de los Lie Sherindan...No es de buen gusto imitar a los salvajes del centro de Africa o a los hombres de color que hacen alarde de las libertades que disfrutan al pie de los rascacielos neoyorquinos."


De alarde de libertad era de lo que pecaban también algunas cintas americanas, cuyo simple titulo sugería ya una tentación de irresponsabilidad y una propuesta de goce. ¡Qué bello es vivir!, Lo mejor de la vida, Vivir para gozar, El placer de vivir y Vive como quieras fueron películas 
criticadas por su frivolidad y su feroz individualismo. En ellas, como decía un texto,

"...se entiende por vida una postura de la cual se alardea de forma extravagante, que rompe con lo estatuido..., que se considera como tiranía, para afirmar los propios derechos del hombre". (12)


Por supuesto que estas historias del celuloide, donde se daba por sentado el derecho a la felicidad terrenal, contenían una afirmación de signo muy diferente para la España del «bendito atraso» que para el mundo capitalista que las había inventado. Reflexionando sobre Vivir para gozar y Vive como quieras, comenta un autor:


"Ambas tienden a mostrar la inquietud del hombre americano por salir del vivir mecanizado y económico en que se halla sumido. Su trama parece delatar un tenue pero acaso irreversible cansancio de tanta «prosperity», de tanta acelerada carrera hacia la fortuna". (13)


En las historias inventadas o vividas por nuestros paisanos, era difícil leer ni al derecho ni al revés, un cansancio de «prosperity». Se ambicionaba de forma desaforada, se envidiaba subrepticiamente o se condenaba como origen de todos los males. Pero nadie podía estar cansado de lo que no tenía, y menos que nadie los que empezaban a probarlo y a imponerlo: los nuevos ricos. Los personajes de Frank Capra no eran nuevos ricos, sino ricos marginales que tal vez empezaban a aburrirse de serlo y añoraban otra cosa. Fabricaban cohetes o tocaban la armónica, pero vivían en casas modernas y confortables, aunque se olvidaran de pagar los impuestos. Nos hacía gracia su despiste, nos enamoraban, pero para nosotros aquella propuesta del «vive como quieras» era un sueño irrealizable. Absurdo.


Las comedias americanas (o «americanadas», como solían llamarlas con desdén las personas mayores) eran, sobre todo, divertidas e intrascendentes. Nadie pronunciaba en ellas frases lapidarias de las cuales tuviera que arrepentirse, y el amor no era asunto de vida o muerte sino un ligero entramado de casualidades sujeto a mudanza.


"Un sentido de lo cómico inaceptable, una psicología infantil de todo punto bochornosa y una moral decadente y asexuada son las tres formas de ser que el cinema internacional expone diariamente a nuestro pueblo". (14)


La moral asexuada, de que habla este texto, se refiere a que las relaciones con el sexo contrario propuestas por aquel tipo de cine desustanciaban el amor, al dejarlo exento de amenaza, de aquella connotación de «estar jugando con fuego» expresada en la canción española que decía: «Niña Isabel ten cuidado / donde hay pasión hay pecado.» Aquellas niñas sin fuste, que «cambiaban de novio como de camisa», según decían las señoras, habían perdido tanto el sentido del pecado como el de la pasión. Hasta podían perder a un novio sin darse cuenta. Pero es que ni era novio ni era nada. Era un tal Lolete. Así lo satirizaba un articule de La Codorniz:


"Y ahora que hablamos de novios. Ayer me pasó una cosa horrible. ¡Perdí a Lolete! Era mi último novio ¡imagina!


"Te lo dejarías olvidado en algún cine"


"Eso creía yo. Pero esta mañana llamé por teléfono a todos los sitios, y nadie me supo dar razón. «¿Pero no han visto ustedes al limpiar un muchacho coloradote con corbata amarilla y suela de corcho?» —insistí—. Y nada, hija, ¡ni rastro!"


"Lo cogería alguna desaprensiva y se quedaría con él. Pasa mucho".


"¡Yo tengo una cabeza para los novios! Voy pensando en las ropas, y claro, me dejo el novio en cualquier paragüero". (15)


Esta dislocada caricatura podría haberse aplicado igualmente a muchas películas norteamericanas a las que se atribuía «un sentido de lo cómico inaceptable y una psicología infantil de todo punto bochornosa».


Para censurar tanta trivialidad, la prosa oficial, a la hora de oponerle ejemplos españoles de gravedad y transcendencia, no sentía empacho en sacar a relucir incluso a Unamuno, atribuyéndole la creación de hombres «de carne y hueso» (que es lo que precisamente nunca supo crear Unamuno) y pasando por alto que su filosofía estaba en entredicho, como lo había estado él mismo en los últimos meses del año 36.


"Asoman a nuestras pantallas unas vidas entretenidas en filigranas burguesas, tan decadentes y lejanas del hombre de carne y hueso unamunesco, del que siempre nos gustaría oír hablar, que muchos de nuestros espectadores han llegado a creer que esos hombres «como llovidos» que comen cacahuetes y dicen O.K. son, al igual que esas señoras madelónicas y sin espíritu que cotorrean en la barra del bar, ejemplares dignos de tenerse en cuenta a la hora de los ejemplos". (16)


En la versión hispánica de esas señoras madelónicas y sin espíritu, éstas dedicaban sus ocios al «pinacle» o a la canasta y a ir a ver con abrigos de astracán las revistas de Celia Gámez. A ellas se achacaban los vicios de educación que contribuían a la irresponsabilidad y falta de principios de la juventud moderna.


"No se puede criticar siempre a estas muchachas «topolino» de vida más o menos discolada... Sus madres o sus hermanos declinan la responsabilidad, se hacen los suecos, no quieren saber nada... Es más sencillo culpar al tiempo en que vivimos, a la vida que siempre desmoraliza, a la falta de fuerzas para imponerse... Las familias «sueltan» a las topolinos porque es más fácil que sujetarlas". (17)


Fuera porque las soltasen o fuera porque se soltasen ellas, lo cierto es que aquellas chicas habían conseguido vivir menos sujetas y que se habían liberado de ciertos prejuicios, si no para sustituirlos por juicios que enriquecieran su inteligencia, sí para implantar en las costumbres y en el lenguaje una serie de modificaciones, no por triviales menos dignas de ser tenidas en cuenta a la hora de hacer un repaso de los usos amorosos de la época. La influencia de estas modificaciones, por supuesto, no traspasó nunca el ámbito de una élite que no pasaba hambre. Las chicas «topolino» manejaban dinero o estaban rodeadas de gente que lo manejaba. Ganarlo, en cambio, nunca se les pasó por la cabeza. Cuando asistían a la Universidad, que alguna llegó a hacerlo, era como pretexto para salir más y exhibir toilettes más caras que las de sus compañeras. Poco a poco, también allí, iban siendo detectadas como un género aparte.


"Existe Marichu con su sastre maravilloso, sus zapatos abotinados, soberbios, de suela de crepé y su impalpable y rubia melena, muy standard toda ella, muy topolino".


"¿Por qué estudias, Marichu? ¿Te interesa lo que estudias o vas a trabajar luego?"


"Ni lo uno ni lo otro. Esto me divierte, es un pretexto para salir, en casa no les parece mal".(18)


No les parecía mal, sobre todo porque pensaban que soltándolas iban a librarse más pronto de ellas, a traspasárselas a un marido papanatas de los que se alucinaban con aquel conato de «modernidad», un marido de precio.


En el Madrid de posguerra, vivero de aquellas nuevas libertades de pacotilla, las topolinos solían reunirse con sus amigos en bares de la calle de Serrano y sus alrededores, barrio que tal vez por eso se empezó a llamar «el tontódromo». Lo mismo podía haberse llamado el «listódromo», si se tiene en cuenta que también para los estraperlistas y los negociadores de permisos de importación pagados a peso de oro era lugar habitual de cita.


"La actividad real del Ministerio de Comercio —ha escrito un autor— se había trasladado en parte al café Roma, Serrano esquina Ayala. Allí se movían los intermediarios influyentes, dispuestos a resolver la adjudicación de permisos, licencias, cupos y todo lo que hiciera falta". (19)


Estos señores dinámicos, totalmente decididos a saltarse a la torera las prédicas sobre la vida difícil y sus excelencias, daban buenas propinas, se vestían en los mejores sastres, fumaban puros y si tenían chófer le llamaban de tú por su nombre de pila, igual que al camarero o al limpiabotas. Eran los padres de la generación topolino. Que no solamente estaba compuesta por hijas, como es natural, aunque se hablara más de ellas, sino también por hijos.


Como grupo generacional se les achacaba que estaban contribuyendo peligrosamente a hacer menos perceptible la barrera entre los sexos y a perderle el respeto a las ceremonias. Tanto ellos como ellas tendían a emplear un lenguaje superlativo. Decían mucho «formidable», «sensacional», «bárbaro», «es un poema», «¡qué burrada!», «¡cómo me apetece!», «no hagas el ganso», «bestial» y «fenomenal», en un tono gangoso y displicente que arrastraba las últimas sílabas y las dejaba resonando como dentro de una vasija hueca.


"Emplea parcamente los superlativos —aconsejaba «La Codorniz»—. «Bello» dice mucho más que «Bellísimo». Espléndido, estupendo, fantástico, simpático y formidable son como los cien reis del Brasil: prometen mucho pero valen poco... No digas «este helado es un poema». Hoy día nadie lee poemas". (20)


Lo que les apetecía era «potable», lo que no les divertía era un tostón, una lata o un asco. Preferían «estar en plan» a ser novios, y ellos presumían ante ellas de «no dejarse cazar». Firmaban cuentas a nombre de papá, hablaban mucho de coches y de motos y encontraban anticuado llamarse 
Carmen o Pedro, preferían apodos menos distintivos del propio sexo, como por ejemplo Chú y Polito.

Acerca de estos arquetipos de la generación topolino, los antagonistas de Julita y Abelardo, alguien, que se sentó a tomar un aperitivo cerca de ellos cierto día de verano en un aguaducho de la Castellana, esbozó la siguiente caricatura:


"Chú parecía una muchacha monilla, y digo parecía porque sus grandes gafas no dejaban ver más que la mitad de su cara. La otra mitad a veces se cubría también por una melena lacia de pelo revuelto. Polito era un muchacho bien vestido pero llevaba unos cuellos extremadamente altos. Chú y Polito estaban enzarzados en una conversación salpicada por el humo de los rubios (así llamaba él a los cigarrillos que ella sacaba de su bolso)... Aprendí entre otras cosas, que se llama «plan» a algo así como las relaciones formales entre hombre y mujer, pero quitándoles previamente la formalidad. Que la vida es un asco... Que Polito es un sol... Que Serrano se está poniendo en un plan insoportable porque también es un asco. Que el papá de Polito tiene un coche, pero que es un asco que el padre trabaje tanto, porque apenas lo puede usar Polito para sus planes. Que Polito estudia una carrera pero que no le interesa ni pizca. Que quiere comprarse una moto para «hacer el burro». Que tanto Chú como Polito hablan al camarero de tú y que el camarero les contesta empleando el usted. Que a Polito no le cazan así como así y que ya tiene que ser inteligente la chica que lo consiga. Que el esmalte de uñas es un asco. Que los amigos de Polito son insoportables y tostones... Que habían tomado unas combinaciones y varias cervezas y gambas y aceitunas y cigalas. Que el camarero debía apuntar el gasto en la cuenta de Polito. Que Polito se había fumado todo el tabaco de Chú. Por último pude comprobar, cuando se marcharon, que me quedé mucho más a gusto y que, afortunadamente, el género de Chú y Polito abunda poco en España". (21)


Desde luego más que el género en sí (escaso como género de lujo que era) abundaban y tal vez contribuían a engrosarlo los avisos para poner en guardia contra él y los comentarios interpretativos del fenómeno. Rastreando sus orígenes, en la «topolinez» masculina se veía, por ejemplo, con alarma:


"...una reminiscencia... de aquellas otras juventudes cuyos
miembros lo fueron de lechuguino, petimetre, pisaverde, etc., y ya más cerca de nuestro tiempo de «snob». 

Personajes todos ellos que en épocas lamentables de nuestro pasado habían puesto en peligro la tradicional esencia de la hombría española.


Se nos antojan excesos como la pantomima de una hombría, en rudo contraste con nuestro concepto de la virilidad, más traslúcida en hechos positivos y creadores que en acicalamientos personales". (22)


En cuanto a la desenvoltura de la chica topolino, no solamente era desaconsejada porque contradecía la esencia de la «mujer muy mujer», sino por otra razón más práctica y convincente a la hora de persuadir a aquellas «chiquitas standard» de que no iban por buen camino. ¿No querían cazar un marido? Pues bien, todo el mundo lo sabía, sus métodos no eran los eficaces para atraer a un hombre verdaderamente varonil ni para hacer su felicidad. Se les predicaba esto en todos los tonos desde los consultorios sentimentales de las revistas:


"No evoluciones ni finjas una desenvoltura que es la triste plaga de las coquetas 1942. Son unas chiquitas «standard» sin ningún éxito".


"Podréis creer que conviene más a la mujer la concepción «swing» de la vida sin riesgo ni medida... Pero los éxitos estruendosos y brillantes de la fatua tienen la fugacidad del relámpago".


"Tú, calladita, recogida, sensata y buena, al margen de todo ese bullicio sin nada dentro que forma la generación topolino, tienes magníficas materias primas para formar la felicidad de un señor de noble condición varonil"
. (23)


Los señores de noble condición varonil eran igualmente alertados sobre las excentricidades de la niña topolino, invocando argumentos de tipo práctico.


"Es un ser deliciosamente absurdo que encuentra naturalísimo llevar en lo alto de la cabeza una seta estilizada y usar gafas negras a las nueve de la noche mientras toma su vermut con ginebra y mancha de carmín su cigarrillo rubio... Después de acudir a vuestra cita con hora y media de retraso, os llevará a merendar a sitios carísimos, solamente por ella conocidos, que desequilibran vuestro presupuesto". (24)


La chica modosa se resistía a dejarse invitar por un hombre que no fuera su novio, y esa actitud se interpretaba como garantía de otras resistencias más fundamentales.


"No es digno... admitir confianzas ni atenciones, siempre interesadas
, de hombres que no pueden ser nada en vuestra vida. Ni exhibirse con una personalidad postiza, pero muy del día, en lugares poco recomendables, donde suele quedar en entredicho la buena fama de la mujer. Ni alardear de inconsciencia y frivolidad... por estar a tono con los amigos ultramodernos y desaprensivos". (25)

Una cosa estaba clara. Los hombres, tanto si eran ultramodernos como si eran de noble condición varonil, estaban más autorizados a esperar favores de la mujer que se dejaba invitar que de la que no. Y la personalidad postiza de aquellas chicas iba siendo desenmascarada, al compararla 
con la de otras mujeres más con los pies en la tierra que sabían a lo que se exponían al dejarse invitar después de haber dado un plantón y haber guiado al hombre a un local desconocido de luces atenuadas. ¿Dónde se había visto que una chica decente le descubriera a un hombre un local, ni le descubriera nada? Tenía que dejarse guiar en todo por las iniciativas varoniles, atenta únicamente a frenarlas cuando fuera preciso:

"Déjale tomar las iniciativas... pero frénale con delicadeza si se extralimita o desquicia demasiado en ellas. Y no sugieras nunca planes «atopolinados». (26)


De los planes atopolinados, según era fama, se sacaba poco en limpio; mucho alarde de inconsciencia y frivolidad, pero nada entre dos platos. Ahí estaba el quid de su contradicción. En que las niñas topolino, aunque aparentemente «dieran mucho pie», a la hora de la verdad se solían echar para atrás igual que las que no fumaban ni llevaban gafas ahumadas, sólo que frenando con menos delicadeza, y más expuestas a la bofetada.


"Estaba acostumbrada a mirar fijamente a los ojos, a entreabrir los labios y fingir un aire distraído para que el muchacho se atreviese, y entonces echar la cabeza hacia atrás, «driblar» el beso, agitar la melena y decir: «Pero niño, ¿tú qué te has creído?» (27)


Para tanto como eso, a un señor de noble condición varonil le traía mucha más cuenta alternar con otro tipo de mujeres, muy abundantes en la posguerra, y de las que hablaremos en el capítulo siguiente.



Carmen Martín Gaite

"Usos amorosos de la posguerra española"
Capítulo IV - La otra cara de la moneda


Capítulo I - Bendito atraso
Capítulo II - En busca del cobijo
Capítulo III - El legado de José Antonio
Capítulo IV - La otra cara de la moneda
Capítulo V - Entre santa y santo, pared de cal y canto
Capítulo VI - El arreglo a hurtadillas
Capítulo VII - Nubes de color rosa
Capítulo VIII - El tira y afloja
Capítulo IX - Cada cosa a su tiempo


NOTAS.

1. Cit. por Marcelo Arroita-Jáuregui, en Alcalá, 25 de febrero de 1955, rebatiendo tal afirmación, al comprobar, catorce años más tarde, la ofensiva que supuso La Codorniz.
2. Andrés Flores, El Español, 7 de octubre de 1944.
3. Antonio Carro Muntaner, El Español, 12 de mayo de 1945.
4. Ver Evaristo Acevedo, Los españolitos y el humor, cd. Nacional, 1972.
5. El Ciervo, junio de 1956.
6. La Codorniz, 11 de febrero de 1945.
7. Cocá, 14 de mayo de 1944.
8. Ver Carmen Martín Gaite, Usos amorosos del dieciocho en España, cd. Siglo XXI, 1972, pp. 42—43.
9. El Conde de Pepe, La Codorniz, 4 de abril de 1943.
10. José Luis Duarte, «Actualismo de una juventud anárquica», El Español, 16 de febrero de 1946.
11. La Hora, 1 de marzo de 1947.
12. Gonzalo Anaya, El Español, 3 de junio de 1944.
13. Pedro Laín Entralgo, Primer Plano, 18 de mayo de 1941.
14. Haz, «Pantalla subversiva», julio de 1940.
15. La Codorniz, «Ellas hablan de sus cosas», 25 de marzo de 1945.
16. Haz, «Pantalla subversiva», julio de 1940.
17. José Vicente Puente, Una chica topolino, cd. Afrodisio Aguado, Madrid 1945, edición sin paginar, cap. 7.
18. Medina, «Diario de una estudiante», 1 de noviembre de 1942.
19. Rafael Abella, La vida cotidiana en España bajo el régimen de Franco, cd. Argos Vergara, Barcelona 1985, p. 95.
20. El Conde de Pepe, La Codorniz, 4 de abril de 1943.
21. Y, agosto de 1945.
22. José Luis Duarte, El Español, 16 de febrero de 1946.
23. Medina, 29 de noviembre de 1942, 11 de abril de 1943 y 13 de diciembre de 1942.
24. Cucú, 21 de mayo de 1944.
25. María Pilar Morales, op. cit., p. 102.
26. Mis chicas, «No le comprendo», 1 de abril de 1951.
27. José Vicente Puente, op. cit., capítulo 19.








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