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1145. Así fue la defensa de Madrid. II - Planteamiento de la Batalla (2)



El Estado Mayor

En el obligado análisis que se debe hacer de los medios cuando se trata de exponer las condiciones de desarrollo de un suceso bélico no es normal considerar las posibilidades de acción del primero y principal auxiliar del mando, que es el EM, por ser éste un órgano que, bien o mal dotado, siempre está al lado del jefe y tiene sus funciones y su deber rigurosamente prescrito.

Tampoco es normal considerar, en la malla de medios que el jefe ha de manejar para conducir la batalla, ciertos organismos que en rigor no se bailan encuadrados en la estructura orgánico– militar de las fuerzas. Me refiero a lo que entonces se llamó la Junta de Defensa de Madrid.

Sin embargo, en el curso de esta batalla, y particularmente por la forma en que abordaron su función, es necesario decir algunas palabras sobre ambos organismos. Se trata en verdad de una batalla distinta (en su montaje y en su desarrollo) de las que normalmente se toman como modelo para el estudio del arte de la guerra.

Estos dos organismos se crearon precipitadamente, cuando la batalla ya estaba iniciándose: el primero utilizando personal sustraído de los Estados Mayores del ministro y del Ejército del Centro, y el segundo con representantes de todos los partidos políticos, cuyos presidentes, o comités ejecutivos, iban a desplazarse a Valencia con el Gobierno, al finalizar la jornada del día 6.

Para dirigir el primero fue designado jefe el que esto escribe, con facultades para elegir el personal que habría de integrarlo; y yo, que siempre he creído que la jerarquía y la antigüedad deben ser rigurosamente respetadas en la milicia, cuando fui designado para aquella función, me consideré obligado a alegar ante el general Asensio (que fue quien me comunicó oralmente el nombramiento por orden del ministro, lo que luego confirmaría por escrito el comandante de la Defensa que yo era uno de los jefes menos indicado para asumir aquel cargo, por ser de los de menor jerarquía y antigüedad en aquellos Estados Mayores, de donde habían de salir los integrantes del nuevo Estado Mayor. La respuesta que recibí fue categórica: «Son órdenes y hay que cumplirlas». No obstante, al presentarme al general Miaja, nombrado comandante de la Defensa, le hice la misma alegación, porque era necesario eliminar previsibles fricciones en el funcionamiento del nuevo órgano; sin embargo, obtuve una respuesta análoga. Así, mi acceso a un puesto de tan alta responsabilidad como era la jefatura del EM de las fuerzas que debían realizar la defensa de la capital se hizo por las vías legales, disciplinadamente y sin intromisiones políticas, ya que yo me mantenía totalmente al margen de tales actividades.

En el ambiente que presidía nuestra contienda, insistir, por mi parte, para no aceptar la designación me pareció improcedente, porque desde el comienzo de la guerra lo de la jerarquía y la antigüedad eran cosas que en gran medida habían sido barridas por los convencionalismos políticos. Además, empleando el argot militar, la situación era tan «fea» que una actitud de resistencia podía parecer cobardía o falta de resolución para afrontarla. 

¿A quiénes elegir para que me secundaran en aquella labor? Lo hice sin titubear: a los compañeros que, por conocerles bien, sabía de su abnegación, de su patriotismo, de su sentido de responsabilidad y, principalmente, que estaban desvinculados de lazos o compromisos políticos de cualquier índole, pues, aunque el problema de conjunto era evidentemente político, yo lo medía esencialmente en su significado militar, nacional y humano.

No sólo es injusta sino calumniosa alguna manifestación, como la que aparece en la página 169 de la obra de Zugazagoitia  (sobresaliente periodista, pero no historiador) al describir el ambiente de Madrid durante los primeros días de la defensa, quien dice lo siguiente: «En el Ministerio de la Guerra las defecciones eran constantes. El sesenta por ciento de los jefes de Estado Mayor se pasaron al adversario sin que nadie pudiera hacer nada por impedirlo, dado el desconcierto que se había introducido en aquella casa. Entre los oficiales evadidos los había de filiación republicana, personas de absoluta confianza para el régimen, para las que la guerra ya no tenía color… Margarita Nelken, según mis informes, se había convertido en una autoridad en el Palacio de Buena Vista, donde permanecía horas y horas, ordenando con un tono menos insinuante que el de su manera habitual…»

Puedo afirmar rotundamente que lo subrayado por mí es falso, aunque los informantes del periodista y la propia señora Nelken creyeran que mandaba; pero no sólo era ella quien así lo creía y lo hacía público entre sus contertulios y partidarios, persuadiéndoles más o menos alegremente de que si algo salía bien era por obra de sus consejos; en verdad, al comienzo, eran muchos los que se creían mandar: periodistas, jefecillos políticos, comisarios, agitadores…, mas en realidad sucedía que su fogosidad, hablada o escrita, contribuía a mantener exaltada la moral, pero que los hombres a quienes habían venido manejando más o menos arbitrariamente se les estaban escapando de su control o de sus manos, y desde aquella noche un órgano nuevo, el Comando de la Defensa, comenzaba a mandar militarmente, lo que no había sucedido hasta entonces. Los hechos eran elocuente testimonio.

Y en cuanto a las deserciones de los oficiales del Estado Mayor del Ministerio, al que yo pertenecía, y del Ejército del Centro, al que se vinculó la Defensa indirectamente, como después se explicará, es igualmente falsa la afirmación de Zugazagoitia; y no sólo en lo que se refiere al Estado Mayor, sino a la mayoría de los oficiales que permanecían en Madrid, tildados de «desafectos» (simplemente por no estar afiliados políticamente a ningún partido), y sin ejercer cargos de mando, responsabilidad civil o castrense; muchos de ellos acudirían al llamamiento que en la primera jornada haría el jefe de la Defensa (nos hemos de referir más adelante a él), afrontando un deber que, por desmoralización, renunciaron a cumplir en el puesto de peligro, algunos de los que, ejerciendo funciones de mando, o rectoras de alguna actividad, o en cargos civiles, marchaban a Valencia acompañando al Gobierno, y a otros que quedaban en Madrid, persuadidos de que ya no había nada que hacer, pero garantizando su salida oportuna, guardándose en el bolsillo su pasaje en algún avión (entre ellos el periodista de referencia).

Más concretamente: de los jefes y oficiales que integraron el Estado Mayor de la Defensa, solamente uno de ellos declinó mi llamamiento, por razones que yo estimé justas; los demás marcharon a Valencia o continuaron en gran parte en el EM del Ejército del Centro o en puestos de responsabilidad, donde prestaban sus servicios. Si posteriormente se produjo alguna defección no le habría costado mucho trabajo al historiador saber por qué se produjo, ni quiénes la provocaron con su derrotismo… 

Pues bien, los camaradas a quienes me dirigí para formar el EM de la Defensa respondieron resueltamente y sin titubeos; para convencerles les había hablado sin súplicas ni razonamientos; les planteé la cuestión de manera concreta y clara, y en cuanto comprobé que estábamos en completo acuerdo les rogué una conducta de absoluta lealtad en la colaboración con el comando tanto en la interpretación de la grave situación que se ponía en manos del general y en las nuestras como en el criterio con que debíamos trabajar sirviendo lealmente al comandante de la Defensa y al bien público.

Todos los elegidos, menos dos, eran de mayor antigüedad que yo y solamente uno de aquéllos se excusó con razones dignas de respeto. De su trabajo eficacísimo en los seis largos meses que me cupo la honra de ser jefe del Estado Mayor, y de su espíritu de sacrificio para sacar del caos a Madrid, para reorganizar el ejército, para restablecer la disciplina, para resolver las situaciones gravísimas que se nos plantearon, para despreciar o vencer las miserias y las desconfianzas en que se nos quiso envolver, y para cumplir la obligación de cada día sin otra ambición que la del mejor servicio a nuestra patria, todo elogio que yo pueda hacer me parecerá siempre pobre.

Comenzamos nuestra tarea sin dossiers ni despachos organizados; algunos antecedentes, algunos planos, una balumba de papeles, indescifrables muchas veces, y algunas notas personales con los datos que cada cual poseía de su actuación anterior. Se trabajaba en «bloque» más que en «equipo», y a la regular organización del EM no llegamos a través de directivas escritas, de órdenes, de deslinde disciplinario de facultades, encerrándose cada uno en su oficina y entendiéndose rutinariamente con el jefe a la hora del despacho o de la firma.

En la primera semana de la defensa, afrontábamos los problemas de cada instante y de cada día, indistintamente, tal y como surgían. Realizábamos nuestra labor en el mismo local y, durante los primeros días, en la misma mesa de trabajo, una muy amplia, de mármol, que había en el despacho de ayudantes del ministerio, contiguo al despacho del ministro, donde se había instalado el general Miaja.

No había turnos para el trabajo; solamente para las comidas; y se dormía —más bien se dormitaba— cuando se podía. Durante los cuatro primeros días de labor creo recordar que no durmió nadie.

El lector sabrá disculpar estos detalles, aparentemente pueriles. Los cito porque revelan cuán distinta es la realidad de las situaciones angustiosas de guerra, de lo que los libros y los reglamentos muestran al hablar del ambiente técnico en que se fraguan los planes de las operaciones o de una batalla.

Me ha parecido también necesario mostrar así, crudamente, aquel ambiente, para desvirtuar ciertas versiones de que la defensa de Madrid la organizaron los jefes soviéticos Gorev y el encubierto bajo el alias de «Martínez», y que la dirigió el Partido Comunista.

Como jefe del EM afirmo rotundamente que eso es falso, como es rigurosamente cierto que el agregado militar soviético, coronel Gorev, cooperó eficazmente con el comandante de la Defensa, cuya autoridad en ningún momento dejó de ejercerse; como igualmente en ningún momento intervinieron las funciones del EM. Si algunas circunstancias han podido inducir a emitir aquel juicio, la verdad es que ni el comando ni la Junta de Defensa fueron regidos por el Partido Comunista ni por ningún otro partido. La independencia política de la mayor parte de los jefes del EM, y de las columnas, y la conducta de la Junta son testimonios elocuentes. Si pudo haber algún acto o suceso de su particular iniciativa, como con ocasión de la llegada de las primeras escuadrillas y tanques, y si pudo haber —y las hubo— fricciones en el empleo de las armas rusas y el personal que las manejaba, no fueron otras que las inevitables en horas tan confusas como las que entonces vivimos. Oportunamente, y en elogio suyo, trataré de la personalidad del agregado militar soviético, coronel Gorev, como igualmente será realzada en sus justas proporciones la labor disciplinaria y de organización llevada a cabo por el V Regimiento y por los centros de organización de las sindicales y comités de los partidos republicanos, que rivalizaban en sus esfuerzos de colaboración, pero que también crearon graves situaciones, cuando alguno de ellos trató de imponerse.

Pero volvamos al tema en sí. Durante esa noche memorable de Madrid, el fantasma del miedo hizo una drástica depuración, eliminando lo superficial, inservible o maleable, para dejar al descubierto la roca viva; es decir, barrió lo que había de superfluo o infecundo a flote, y que llevaba de un lado a otro la marejada de las pasiones, y realzó lo que pudiera haber, y realmente había, de grandeza en la gente abnegada, que salía a la superficie alumbrando la verdad; y la balanza, para gloria de Madrid, iba a inclinarse enseguida del lado de la verdad, según vamos a ver.

Pocas veces un Estado Mayor, ante una situación apremiante y gravísima, habrá trabajado con mayores dificultades, menores medios y menos burocraticamente, pero con mayor eficacia, luchando contra las fuerzas materiales y espirituales de enemigos visibles e invisibles, devolviendo bien por mal y, si vale la metáfora, equipando una cuadriga desvencijada que había de correr —que ya estaba corriendo— tirada por potros salvajes cuyas riendas, nosotros, el Estado Mayor, debíamos poner en manos del comandante de la Defensa.

Y así fue, dejando eliminadas todas las resistencias, entre las cuales no eran las peores las que nos proporcionaba la lucha en el frente de combate, sino más bien, y en muchas situaciones, las que se nos creaban en el campo propio.

Percibíamos claramente que el desorden en el frente y en la retaguardia era tan considerable que era ingenuo pretender que con una o algunas «órdenes» pudiera corregirse en un plazo brevísimo como lo exigía la situación. Pero al fin, con mayor fortuna de la que esperábamos, y antes de que transcurriese un mes, veíamos «entrar en caja» todo el mecanismo, y nuestro EM, correctamente organizado, trabajaba en orden perfecto, con las funciones bien delimitadas, en un ambiente de hermandad más que de camaradería y con rigurosa lealtad a nuestro jefe, quien nos honraba con una confianza sin límites y por quien en ningún momento nos vimos frenados ni intervenidos.

Así se pudo librar a Madrid del caos social, político y militar del 6 de noviembre y llevar las tropas a una victoria, bien patente al renunciar el adversario al empeño a que se había lanzado en aquella fecha: la conquista de la capital de España.


General Vicente Rojo
"Así fué la defensa de Madrid"
Capítulo  II - Planteamiento de la Batalla (2)
Asociación de Libreros de Lance de Madrid, 2006









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